La Vaca Vieja

Por Juan Francisco Socarrás Sarmiento.

En los palcos de honor los representes de la aristocracia: nobles, lores y monarcas exponían y derrochaban parte de sus riquezas como muestra de su poderío absoluto.
El primero, único y afamado toro de la tarde entró a la plaza. El rumiante decepcionó de entrada por su sobrepeso, dio unos pasos y se posó cómodamente en el suelo de polvillo amarillento. Hubo risas. Pero muchos otros – los de las clases menos reconocidas de la jerarquía aristocrática – enfadados, empezaron a tirarle objetos y palabras maldicientes al animal: “Toro HP”, “Mari-K”, “Vaca Vieja, …”. Tres de los prestantes nobles bajaron de los palcos privilegiados y ordenaron a sus vasallos que les prepararan sus caballos. En cuestión de minutos, los equinos estuvieron listos y los prominentes aristócratas con su lujoso equipo de montura subieron a sus respectivos cuadrúpedos. Los caballistas, lanza en mano se dirigieron raudamente hacia la masa inútil. Un primer picador clavó la punta de su lanza en el morrillo del animal, y éste, se paró de inmediato. Los otros cabalgadores, en fracción de segundos hicieron lo mismo. El toro buscó el borde interior de la plaza y empezó a correr empujado por los tres jinetes que le tenían las tres lanzas clavadas en su dorso. La sangre le brotaba del lomo y se expandía sin control por los lados de sus costillas. Así corría el toro perseguido por los nobles que galopaban sus caballos haciendo círculos y más círculos en un plano infinito. Los lanceros en su empuje no dejaban de hundir la punta de las lanzas sobre la bestia herida. Así pasaron minutos, … horas, … días, … semanas, … meses, … años, … lustros y … siglos. Hasta que un día de mayo el toro, o mejor, lo que quedaba del animal, un esqueleto hediondo con una piel negra reseca pegada, pero con media gota de sangre, detuvo su carrera. Rescató sus ojos hundidos de su calavera, exhaló por los huecos del pellejo de su nariz un polvo morado fúnebre y arremetió contra los opresores. Cayeron al suelo caballos y jinetes. Los tumbó al piso y les hizo trizas las vísceras. Alzó su mirada y se fue a las bases de la construcción que sostenían la infraestructura de la plaza, derribó todo con sus potentes cachos que ahora lucían un dorado que encandilaba más que el sol. La gente caía, el que sobrevivía, la fiera lo ripiaba sin piedad. No quedaba nada.
Imágenes satelitales muestran todavía al toro haciendo movimientos espirales como un huracán que arrasa con todo lo que se le atraviesa.
“Ahora pues, déjame, para que se encienda mi ira contra ellos y los consuma; más de ti yo haré una gran nación”.

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