Semblanza perfeccionada Luis Manuel Pico Román: Rápida mirada al itinerario cumplido por un gran maestro cordobés
Por. Ignacio Verbel Vergara
En el año 1973.
San Antero era un pueblo apacible, manso, habitado por gente practicante de los más altos valores. La única calle con un tramo de pavimento era la principal; las circundantes tenían capas de balasto bien cimentado y las de los callejones más alejados eran de piedra viva o de untuoso barro. Había en abundancia cultivos de maíz, yuca, ñame, arroz, frijoles, y batata. Los mangos, las piñuelas, las patillas, los melones de distintas clases, los zapotes, las níspolas, los cocos, las papayas, la guanábana y otros frutos adornaban las rozas que circundaban al pueblo, las pocas colmenas y puestos de venta del mercado público y sus alrededores. La paz era un producto visible en cada esquina, en cada rostro. Se practicaba la amabilidad como un don necesario y la generosidad beneficiaba a propios y extraños. La amistad se tenía como uno de los más grandes tesoros.
No había maleantes. Había un modesto centro de salud donde, sin embargo, se atendía con premura y eficiencia las urgencias de salud. Había un cine regentado por Carlos Álvarez en el que todas las noches, sin falta, doña Lola Martínez vendía las boletas para poder entrar a ver la función de turno. El parque tenía unas cuantas bancas modestas y algunos arbustos y árboles ponían variados tonos en las esquinas de él, en el centro y en algunas diagonales. Antes de esa fecha yo había ido en distintas ocasiones a San Antero acompañando a mi padre que iba a vender tabacos doblados. Eran barrilitos de tabacos de 50, de 25 y de 100 unidades. En las tiendas los compraban por 500 o por millares para distribuirlos entre los campesinos que tenían en ellos un producto primario para poder irse a sus faenas de jornaleo, de macaneo, de siembra o de recolección de cosecha. Campesino que quería tener una jornada tranquila iba primero a la tienda y compraba su ración de tabacos. Fumándolos sabía que espantaba a los mosquitos que aparecían por parvadas de la maleza que tumbaban. A la vuelta a la sabana mi padre invertía en escobas, postas de pescado frito, frijoles, cocos, arroz, escobajos y otros artículos gran parte del dinero que había recibido por la venta de los tabacos; los productos que se llevaba los vendía en Caracol, Sincelejo y otros pueblos, mejorando la ganancia.
Me gustaba de San Antero la abundancia que existía en toda clase de comestibles y dulces, la alegría de la gente, la cortesía con la que trataban, la sencillez de las casas y la posibilidad de ir al cine. Retorno en 1973, ya no con mi padre. Llego solo desde Sincelejo, donde estudiaba en el Instituto Nacional Simón Araujo del que debí retirarme. Averigüé si había colegio de bachillerato y sí, sí había, hasta el grado séptimo, pero en el año en que yo llego varios estudiantes y padres de familia lideraron acciones para llevarlo al grado octavo, precisamente el grado que yo necesitaba cursar. Me puse en contacto con varias personas y apenas se abrieron las matrículas pasé a ser uno de los 22 alumnos con que contaría el grupo.
Todo lo que viví en esa institución que para la época se llamaba Colegio de Bachillerato de San Antero, da motivo para contarles un sinfín de historias, pero quiero afincar mi relato en la aparición en él de un personaje que, cuando llegó a dirigir el destino de la institución lo hizo con alegría, con ganas, dando oportunidad de que se le hicieran recomendaciones para el mejoramiento de la misma. Me refiero a Luis Manuel Pico Román, un loriquero de corazón y purisimero de nacimiento: era de estatura mediana, ojos vivaces, diálogo inteligente, voz calmada y reposados modales quien para la época debía frisar los 35 años. La Institución que llegó a dirigir contaba con tres salones, una biblioteca que era a la vez mapoteca y laminoteca y un apartado para la administración que se dividía en un espacio para rectoría y otro para secretaría; en la rectoría se guardaban los más preciados tesoros del colegio que eran: los libros de matrícula y de calificaciones, el libro de la contabilidad, un globo terráqueo y el sello de caucho con que debía oficializarse cada comunicación que surgiera firmada por el rector; en la secretaría se guardaba una vieja y pesada máquina de escribir y cintas de color rojo y de color azul para la misma, folios de diversas clases, resmas de papel y también algunas cartulinas. Luis Manuel Pico llegó con bríos, con la meta de hacer que la institución llegase a tener hasta sexto de bachillerato (lo que en la actualidad se nomina como grado undécimo), se puso como meta conseguir material didáctico moderno y además hacer nombrar profesores idóneos en cada una de las materias, construir nuevas aulas en los terrenos del colegio, lograr que la institución se aprobase por parte de las autoridades educativas apenas llegara a cubrir el ciclo de Educación Básica secundaria que se daba al llegar al cuarto de bachillerato (hoy, noveno grado). En esa época yo me quedé a vivir en casa de Carmen Verbel viuda de Vergara, mi tía. Cualquier tarde, Clara la cariñosa y querida negra que atendía los oficios domésticos me avisó que me buscaban, que había un grupo de chicos esperando por mí en la puerta de la casa. Salí, y, si, ahí estaban los alumnos del grado segundo de bachillerato (séptimo hoy día): Daniel Posso Corcho, Oswaldo Morelo, Rogelio Licona y un chico bastante flaco al que apodaban Platanito. Nos quedamos hablando en el corredor, pues no tenía el poder ni la confianza para hacerlos pasar al interior de aquella casa que me albergaba. Daniel Posso tomó la vocería: -Venimos a hablar con usted sobre cosas importantes.
Los acompañantes asintieron. -Ustedes dirán. -Vea, compañero. Nosotros somos del grado segundo de bachillerato-Prosiguió Daniel. Sabemos que usted es del grado tercero de bachillerato y que viene de estudiar en el Araujo, uno de los mejores colegios de la Costa. Así que usted sabrá cosas que nosotros no sabemos sobre organización estudiantil y necesitamos que nos acompañe y nos oriente en eso. Sonreí. En verdad yo había pertenecido al Consejo Estudiantil Araujista, pero no tenía la gran experiencia acerca de cómo organizar al estudiantado. Sin embargo, para que no estuviéramos ahí parados como moscones, les pedí que nos fuéramos al parque distante unos doscientos metros. Corría una fresca brisa de marzo cuando nos sentamos en una de las bancas del modesto pero acogedor parque. -Vea, compañero Verbel- dijo el que apodaban Platanito- Para comenzar, queremos formar un Consejo de alumnos. Ahora mismo tenemos que defender de urgencia al profesor Turizo, pues lo quieren destituir y nos quedaríamos sin docente de la materia que él dicta. -Así es- confirmó Daniel- Pero no solo eso.
Queremos que el colegio se organice mejor. Que tenga grupos de teatro, periódico, grupo de danzas, que se construyan más salones. -Así es- manifestó Oswaldo. Y también tenemos que promover a quienes cantan, pintan o trabajan la alfarería. Y hay que aprovechar que el rector Pico tiene ganas de sacar el colegio adelante. Fruto de aquella conversación que terminó con un buen brindis de chicha con sabrosas galletas de limón fue la conformación de un grupo que lideró la creación del Consejo Estudiantil Codebasan, del Grupo de teatro Abril, del Periódico Estudiante en Marcha y de luchas fervorosas por la ampliación del colegio, nombramiento de nuevos profesores, consecución de material didáctico, de varias máquinas de escribir para la Secretaría y de un gran rimero de resmas de papel, todo ello apoyados por el rector Luis Manuel Pico Román, quien nunca le hizo mala cara a nuestras ambiciones juveniles, por el contrario, las estimulaba.
Se hicieron corrientes las comisiones de estudiantes codebasanistas a la Alcaldía, a la Gobernación. Hacíamos intercambios culturales con colegios de Lorica y en esas ocasiones el rector Pico nos llevaba a su casa y nos ofrecía refrescos o frugales almuerzos. Después íbamos con nuestra música, nuestro teatro y nuestra poesía a Tolú, a San Bernardo del Viento y a otras poblaciones. Jorge Garcés, Oswaldo Hernández, a quien cariñosamente llamaban el Brujo Goyo y Oswaldo Morelo hacían shows musicales dondequiera íbamos. A finales de octubre, Platanito nos llegó con la idea de que hiciéramos un gran baile en una caseta que pondríamos en un gran lote que estaba desocupado casi al lado del antiguo Centro de Salud de San Antero que quedaba adyacente a la Alcaldía, para que dotáramos al colegio de algunos implementos y para comprar vestuario al grupo de teatro. Tal iniciativa nos pareció genial y conseguimos que el rector Pico nos sirviera de fiador en los depósitos de víveres y abarrotes para sacar a consignación un apreciable número de cajas de Ron Medellín, Aguardiente Antioqueño, decenas de cartones de cigarrillos Kent y Marlboro y decenas y más decenas de cajas de cerveza para ofrecer a la potencial clientela. Fue la primera gran caseta popular que se hizo en San Antero teniendo como escenario un gran lote, una gran tarima, con todas las paredes de aquel espacio adornadas de frases festivas, románticas y felices con letras multicolores muy bien diseñadas; buscamos a dos hábiles dibujantes y al lado de las frases aparecían las figuras de parejas que bailaban alegremente.
Aquel evento fue un éxito, tanto que después de que nosotros repetimos la experiencia en aquel lugar, el mismo quedó durante varios años escenario natural para bailes populares. Los dueños del lote nos agradecían mucho el que se los hubiéramos habilitado como sitio recreativo, pues les permitía algunas ganancias. Cada vez que salía una edición de Estudiante en Marcha quien más la disfrutaba era Luis Manuel y se enorgullecía de tener estudiantes que escribían cuentos, poemas, adivinanzas, retahílas, trabalenguas, relatos, crónicas, entrevistas, artículos, chistes, pequeños ensayos y epístolas con sabor literario y analítico. Pero se acabó el 1973 y había el reto de abrir el grado noveno. El rector Pico se empeñó en ello y lo consiguió después de muchas luchas, acompañado por estudiantes y padres de familia, pero yo me tuve que marchar de San Antero y nunca más volví a ver a aquel rector amigable, abierto a las lides por el desarrollo cultural y educativo.
Después supe que logró llevar el Codebasan hasta el sexto de bachillerato (grado undécimo de la actualidad) y que logró ubicarlo en un sitial de honor dentro de los colegios del departamento de Córdoba. Más adelante, la institución cambiaría de nombre y llevaría el de un noble maestro que ejerció la docencia como un apostolado: el nombre de Julio C. Miranda. Pero a Luis Manuel Pico Román no volví a verlo nunca más desde 1973, aunque yo siempre preguntaba por él y me daban razón de su vida, de su recorrido en la docencia administrativa.
Hasta que este 2020, año que será de ingrata recordación para todos los humanos por el ataque letal de la pandemia del coronavirus covid-19, me llegó la triste noticia de la muerte de Luis Manuel. Insidiosas la hipertensión, la diabetes, y la insuficiencia renal fueron minando a este hombre nacido el 26 de octubre de 1941 en Purísima de la Concepción, Córdoba.
Ninguno de sus amigos más allegados lo llamaban Luis Manuel. Para todos ellos era el Mono Pico. Pero cuando sus hermanos lo querían hacer rabiar le decían Mono Cuco. Y si lo querían ver en el colmo de la exasperación le cantaban: Mono Cuco, guayabero, saca presa del caldero, bebe leche y embustero. Luis Manuel Pico Román se graduó como Maestro Superior, después obtuvo el título de Licenciado en Español y Literatura y además hizo estudios de informática.
Contrajo nupcias con la dama Emilia Rosa Artunduaga Espitia, con quien tuvo cuatro hijos: Fernando Luis, Lelys Patricia, Juan Carlos y Fabiola Nhataly. Comenzó su historia docente como Director y profesor de la Escuela Pública de varones José Acevedo y Gómez, de Lorica. Luego fue profesor de la Academia Paccioli en Bogotá. También fue profesor del Colegio Nocturno Lácides C. Bersal de Lorica y del Liceo Politécnico de Cartagena.
Fue fundador y rector de la Institución Educativa Enrique Olaya Herrera, de San Bernardo del Viento. Posteriormente fue Rector de las siguientes instituciones educativas: IE Educativa Julio C. Miranda, de San Antero. IE Educativa Lácides C. Bersal, de Lorica. IE Educativa Tacamocho, Sur de Bolívar. IE Educativa Arenal, Sur de Bolívar. IE Educativa Carmen de Bolívar, Bolívar. IE Educativa Gambote, Bolívar. IE Educativa Clemencia, Bolívar. IE Educativa Nuestra Señora del Carmen, Santa Rosa; Bolívar.
Coordinó el Programa de Alfabetización de Adultos de Bolívar. Nos cuenta su hermano Luis Miguel: Era aficionado a la lectura, al béisbol, a la música vallenata, a la música salsa, al porro y a las fiestas en corralejas. : Desde niño aprendió a jugar ludo o parqué, damas, barajas, domino, pero nunca apostó, lo hacía para compartir espacios lúdicos con sus amigos; fue un excelente conquistador de amistades; poseía un gran sentido del humor fino, delicado, agradable. Sabía mamarles gallo a sus amigos de manera respetuosa.
Le fascinaban los programas de humor como Sábados felices, Festival Internacional del humor, Tola y Maruja y El Chavo del Ocho. Luis Manuel era cumplidor de los deberes cívicos y ciudadanos, por ello era común verlo acompañando a sus amigos en los funerales de los familiares: era respetuoso de las normas del buen trato y de la sana convivencia. Se solidarizaba siempre con quienes tenían un problema o enfrentaban una pena moral, sumándoles valor a través de consejos y llamados al optimismo. Le gustaba alternar con la gente sencilla; tenía muy buenos amigos entre los pescadores, los comerciantes, los artesanos y los vendedores ambulantes.
Al respecto anota Luis Miguel: Cuando vivía en Cartagena o la visitaba, iba al mercado de Basurto y allí disfrutaba de la palabra caribeña; era feliz con los pregones, con las fraternas disputas de quienes oficiaban ahí e intervenía en sesiones en donde la mamadera de gallo era lo fundamental, tan solo por reír, por alegrar el espíritu con la pimienta de diálogos matizados por la comicidad, el doble juego de palabras y la alegría. Ganó fama por su insaciable apetito. Amaba la gastronomía costeña y no era raro que estando en casa no esperara a que se sirviera la comida; se metía en la cocina y pellizcaba las presas; lo mismo hacía en las casas de los amigos. Pero nadie se enojaba. Ya se sabía que no se aguantaba sin ir a probar cuando le llegaba el olor de un delicioso plato.
Dice Luis Manuel: Doy fe de su gran afición por la comida: se metía en la cocina de amigas y comadres a probar lo que se estaba cocinando, pero esto era agradable para ellas, lo consideraban una muestra de Luis Manuel expresar su confianza. A Luis Manuel le gustaba comer abundante y variado: deliraba con los arroces con coco, frijol, cerdo o gallina, que le fascinaban. Si lo invitaban a una comilona los amigos se preparaban porque después de agotar la abundante ración con que lo surtían siempre, solicitaba un poquito más y era inmancable que después solicitara un poquito de cucayo que se convertía en otro plato de arroz, adornado con pegadito, que consumía con delectación. Disfrutó mucho la comida tradicional hogareña: los sancochos de gallina criolla, el sancocho trifásico, el sancocho de pescado, los motes de queso y guandul, y también el de frijol con cabeza de cerdo ahumada. Era dichoso devorando un humeante chicharrón acompañado con yuca sancochada y patacones.
Escribió varios libros relacionados con la enseñanza, los que dejó inéditos.
Este hombre descomplicado, de costumbres sanas y de trato siempre afable fue Luis Manuel Pico Román, quien dedicó la mayor parte de su vida a la educación y al cultivo de la amistad, abriendo siempre cauces para que la niñez y la juventud pudieran adelantar su aprendizaje en las mejores condiciones. El pasado 4 de mayo, Luis Manuel Pico Román viajó a la eternidad. Hasta en sus últimos instantes rememoraría los ambientes escolares entre los que transcurrió la mayor parte de su vida. Varias instituciones educativas de Córdoba y Bolívar e incluso de la fría Bogotá lo recordarán siempre; recordarán su sonrisa bondadosa, su palabra amable, su afán por hacer de la cotidianidad académica una oportunidad para crecer intelectual y éticamente. En San Antero muchos evocarán a aquel profesor de estatura mediana, robusto, a veces rubicundo que llegó a dirigir el apenas naciente colegio de bachillerato cuando el pueblo tenía pavimentada solo la calle principal; cuando la agricultura, la pesca y la ganadería eran el soporte económico fundamental y había en el ambiente rumor de mansedumbre, de paz, de sana y genuina alegría, en aquel 1973 en que fui alumno de aquella institución que el profesor Pico Román llegó a dirigir y a la que inicialmente todos llamaban Codebasan.