Bienaventurados los desobedientes

Por: Mario Mendoza

No me interesan las fuerzas que nos lanzan hacia el centro, es decir, hacia las zonas de poder: dinero, éxito, belleza, prestigio. Me parecen muy peligrosos los discursos del triunfo, del liderazgo, del “tú todo lo puedes”. Me interesan las fuerzas que van hacia afuera, que nos lanzan en dirección contraria, que nos sacan, que nos ayudan a despertar.

Lo primero que tendría que aclarar es que, a diferencia de lo que han asegurado muchos críticos, a mí no me interesa la miseria, ni los humildes como mera reivindicación política. No hay que confundir marginalidad con pobreza. Son asuntos distintos. La marginalidad es una posición de distancia con respecto al centro, una línea que me deja por fuera independientemente de mi estatus social. Puedo ser millonario y entrar en una línea centrífuga que me deje al margen: el alcohol, la depresión, la inconformidad, la locura, la empatía con respecto al dolor del otro, el arte. No tiene que ver con tener dinero o no tener. Tiene que ver con salirse de las líneas centrípetas. Es un problema de física, de geometría, de diseño. ¿Y por qué me interesan esas líneas que nos lanzan hacia afuera, que nos obligan a tomar distancia con respecto al establecimiento? ¿Qué hay de positivo en la marginalidad?

Porque cuando todo alrededor apesta, cuando todo hiede, cuando todo es una farsa de mal gusto, salirse de la podredumbre es un asunto ético. Pertenecemos a una cultura que predica el amor, la solidaridad, las buenas costumbres, y que en realidad practica todo lo contrario: intolerancia, violencia indiscriminada, crueldad, desprecio, ruindad moral.

Aumentan los cultos y las religiones, por todas partes vemos cursos sobre crecimiento espiritual, y en realidad pisoteamos al otro, lo insultamos, lo matoneamos con enorme facilidad. Por todas partes los políticos de oficio enuncian sus buenas intenciones, y lo que vemos en la praxis es el matrimonio despiadado entre los grandes empresarios, los banqueros y los partidos conquistando escaños a punta de sanciones y medidas que afectan a la enorme mayoría.

Crece el hambre, crece la injusticia, crece la arrogancia y la soberbia, crece el desastre ambiental, crecen las guerras, el intervencionismo y la competencia económica desleal. Los ricos acumulan cada vez más y los trabajadores están siempre un paso más cerca del abismo. Es un juego macabro de afirmar una cosa y hacer otra, de decir algo y practicar exactamente lo contrario.

Por eso pertenecemos a una sociedad enferma, disociada, psicótica, dañina, perjudicial. Y cuando alguien no puede más, cuando alguien se da cuenta de ello, lo medicamos, lo enviamos al psiquiatra o al psicólogo, procuramos reincorporarlo a las filas de los normales obedientes que deben trabajar callados hasta el fin de sus días. Cuando debería ser al revés: el que despierta, el que guarda distancia, el que se aleja de la manada es el que está sano.

La sociedad occidental es la que debe sentarse en el sillón y analizarse a fondo para tomar conciencia de lo mal que está, de lo perjudicial, sádica, mentirosa y corrupta que es. Pero no, en un juego doblemente perverso, lo que hacen es todo lo contrario: señalan al marginal, lo enlodan, lo castigan y le hacen la vida imposible. Lo llaman de mil modos, todos despectivos (perdedor, fracasado, ocioso, desquiciado, vago), y detrás de ese señalamiento se esconde en verdad el miedo y la incapacidad de verse en el espejo y de reconocer la miserable condición humana que nos conduce día a día a una autodestrucción sin remedio. Esto es lo que en un tiempo se llamó la crisis de la conciencia, y que hoy hemos olvidado de manera taimada y socarrona.

El desastre exterior es un reflejo de nuestro desastre interior.

Por eso admiro y venero las fuerzas centrífugas que lanzan a un sujeto hacia el borde, que lo ubican en extramuros, más allá del feudo: porque son sanas, bellas, lúcidas y necesarias para recomponer una imagen del hombre no alienado por los discursos de poder. Me interesan todos aquellos caminos por medio de los cuales es posible escapar del panóptico contemporáneo.

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